De mayor quiero ser David Byrne
Via El Mundo
MARTA PÉREZ / EFE
Por Leticia Blanco
Una mesa, una silla y en la mano, un cerebro. David Byrne necesita muy poco para hacer mucho. El ex Talking Heads salió así al escenario, en un momento a medio camino entre el monólogo shakespeariano y una clase de Eduardo Punset, y embelesó al público del sábado por la noche en el Festival Cruïlla. La presentación de su nuevo disco, American Utopia, venía precedida de estupendas críticas tras su paso por Estados Unidos y visto lo visto, no defraudó a nadie. El nuevo show de Byrne es juguetón, deliciosamente minimalista, maravilloso. Los músicos que le acompañan son, a ratos bailonga orquesta de pueblo, a ratos feliz batucada brasileña, otras veces atolondrada clase de aeróbic en traje gris. Diez músicos que llevan el instrumento a cuestas bailan en un cubo blanco. Así de sencilla es, a priori, la propuesta. Pero de sencillez nada: las coreografías, los gestos, la iluminación, los juegos de sombras, todo está pensado para una conexión instantánea y universal con el público, un poco como su música, esa mezcla de pop y ritmo tribal que no hay que entender porque está dentro de todos nosotros y cuando suena, sale sola, de forma natural. Daniel Carbonell, Macaco para los fans, no perdió detalle entre las primeras filas.
Byrne no es exactamente el mejor bailarín de la clase, pero qué más da: anda sobradísimo de carisma y sus movimientos tienen algo del flow del taichí que hacen de su cuerpo en movimiento algo estupendo, energético, alegre y contagioso. A sus 66 años, salta, canta, gesticula y se despeina con un estilo mayúsculo, pocas veces visto sobre el escenario. Lo suyo ni siquiera es fuerza o carácter, es otra cosa distinta, actitud y elegancia. El show de American Utopia es puro teatro, un maravilla de por sí, pero es que además Byrne es generoso y, como ya hizo en su anterior visita a Barcelona, cuando presentó Love this giant en el Auditori, el disco con Saint Vincent (del que cayó, por cierto, I should watch TV), regaló algunos de sus hits más conocidos de su etapa como Talking Head como This must be the place y Once in a lifetime, interpretada con un electrizante reverb que acentuó todavía más lo que la canción ya tiene de por sí de himno casi religioso. Para cuando cogió una guitarra rojo cereza y tocó Burning down the house, el público del Cruïilla ya estaba más que entregado a la causa. Byrne habló poco, tan solo para explicar que en esta gira está colaborando con una organización que se encarga de facilitar el proceso de registro de votantes en Estados Unidos, donde participar en unas elecciones conlleva más burocracia que aquí. El cantante aprovechó para animar a todo el mundo a votar siempre que haya la oportunidad y claro, el público aplaudió a rabiar. El show finalizó con ritmos africanos (una versión de Janelle Monáe) y la sensación de que de mayor, todos queremos ser David Byrne.
La noche del sábado estuvo repleta de platos fuertes en el Cruïlla, que en pocos años ha ganado miles de adeptos que huyen de las masificaciones de otras citas como el Primavera Sound o el Sónar, donde el ratio de público por metro cuadrado es muy superior. En el Cruïlla, que cerró esta edición con 57.000 asistentes, uno se mueve con más fluidez, no hay tanto agobio fruto del roce humano, se respira de otra forma y el ambiente, más familiar y con menos postureo hipster, resulta infinitamente más relajado. Tras Byrne llegaron The Roots, que hicieron una sesión, más que un concierto de canciones, empalmando tema tras tema sin descanso con musculoso brío. Los de Filadelfia practican muy bien esa mezcla de hip hop y soul que entra como una apisonadora y se digiere fácilmente y lo cierto es que cumplieron de sobras. Quizá echamos de menos algo del enorme carisma del grupo y en especial de su batería, Questlove, que no se despegó de sus baquetas y eso que tenemos pruebas fehacientes (son la banda residente en el show de Jimmy Fallon) de sus enormes dotes como showman también fuera del escenario, pero todo no se puede pedir.